lunes, 26 de junio de 2017

LLORÉ

Lloré.
Y no fue por un diploma, un título, ni unos créditos, tampoco por una orla que acabará mal colgada en una habitación vacía, ni por el reconocimiento académico, ni siquiera por creerme ser lo que un papel dice que soy.
Fue, porque cuando tenía catorce años pasaba más tiempo fuera de clase que dentro.
Porque a los dieciséis nadie me dijo; «puedes hacerlo». De hecho, no se cansaron de repetirme que nunca podría.
Es, porque el día que llegué a casa habiendo aprobado únicamente educación física la decepción se hacía eco por todas las paredes, igual que cuando sonaba el teléfono señalando directamente a mi.
Fue, porque siempre me dijeron que en mi futuro no habría cabida para los estudios.
Porque, una vez, le dije a mi madre que quería ir a la Universidad porque era donde iban las chicas guapas, y ella también pensó que me quedaba demasiado lejos. Ambas cosas.
Y porque muchos años y derrotas después, desatendí todas las advertencias y conseguí sentarme en un pupitre con tanta incertidumbre como miedo para demostrar que sin saber muy bien cómo ni de qué manera: podía.
Lloré, porque mi abuela no pudo verlo.
Porque, una vez en la Universidad, cada asignatura aprobada se celebraba con una mezcla de incredulidad y emoción que servía para darme un empujón más.
Porque, aún con todas las razones que les di para ello, mis padres nunca dejaron de confiar en mi.
Porque he sentido propio el dolor de mi padre partiéndose la espalda para que yo pudiera hacerlo, y no le he fallado.
Porque si mi abuelo me hubiera visto subir al estrado a recoger el título se le hubieran llenado los ojos de orgullo.
Lloré, porque nunca olvidé que vengo de una familia donde los logros se consiguieron peleando, y me gusta pensar que sigo esas huellas.
Lloré porque, inocentemente, me acordé de las personas que no pudieron tener las mismas oportunidades que yo y perdí por el camino.
Porque cuando vi a cientos de personas aplaudirnos desde el palco me hubiese gustado sacar un espejo para que vieran que ellos eran los únicos culpables y responsables de que nosotros pudiésemos estar allí arriba.
Porque, definitivamente, fui incapaz de expresar de otra manera la sensación de saber todo lo que había detrás de la mirada de mi madre y de las lágrimas de mi padre.
Y, porque, por momentos como esos
vale la pena demostrarnos
que somos capaces,
aunque se empeñen en repetirnos
que no.




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