Sonaba Antony and The Johnsos, hacía eco
el batir de unos vencejos sobre nosotros.
Cómo es tu nombre ahora
qué te trajo esta vez por aquí, en qué piensas
cuando sientes miedo y te encuentras sola.
Aun hueles a océano y piedras blancas, y arrastras,
aunque no lo creas,
un halo de esperanza en cada minúsculo gesto que dejas escapar.
Qué contar que no sepan los astros. Si, a veces,
te vi volar sin dejar huellas, escapar
del ruido enfermo
de un teléfono que no suena, reír
como quién al fin lo comprende todo.
No te seguí. Y puede que me equivocara
buscando los pasos lejanos
hacia un lugar que ya no existe. Tratando
de evitar un golpe inevitable contra ese muro de la cotidianidad.
Pero confiaba tanto en que la sangre no llegaría a nuestros pies
que olvidé mirarte a los ojos. Creí entender
que lo entendía. Y ese fue mi error.
Al final, todo encaja cuando ya no importa. La nieve ha ocupado mi camino
y tantas resacas después, llega un tropiezo cualquiera
a ponerte frente a mí
como un tortazo de manos frías.
Para contarme
una vida tan ajena
a todo lo que conocí
que es normal que no me encuentre,
que no vea las cadenas
aunque pesen y duelan como dolió perderte.
Supongo que así ha de ser a partir de ahora.
Entender, tan tarde y torpemente
todo lo que no supimos entonces, cuando
aun había esperanza,
cuando aun
temblaba el suelo por cada paso en falso
y morían a puñados lagrimas sin ganas de salir .
Reconocer
que aun cuando siquiera quedaba herida por sanar
no dejé de hacerme daño,
como un mártir enamorado de la tristeza, alargando
hasta el limite
hacía lo más hondo y lo menos común
ese amasijo de penas que me regalaste.
ahora, te doy las gracias también por eso.
Y hacerme entender otra vez
de nuevo
que siempre nos gustó
regar piedras
esperando que florezcan.