domingo, 1 de marzo de 2020

SIN TÍTULO

Hoy
en mitad del camino a la escuela
un perro temblaba como una hoja tirada por el viento.

No tenía nombre
ni dueño
ni casa.

Podría haberse llamado Klark, Milú o Jacky,
fatigarse en largas llanuras verdes tras el rastro de una pelota
o un palo.

Echarse a los pies de una cama en invierno,
mojarse el morro de olas y sal en verano.

Hubiese podido acompañar a cualquiera de nosotros
en este inmenso túnel de soledad que atravesamos,
empujarnos a salir allí afuera aunque llueva y
obligarnos a tener razones para regresar a casa,
hacernos entender, al fin, cómo funciona el amor
y la espera.


Pero lo miro agonizando,
temblando tirado en el suelo
con el miedo de quien piensa que todo hiere y nada sana
sin poder ya sostenerse
ni confiar.
Con un ojo cerrado
y las fuerzas justas para llorar.

Y me mira como si me perteneciese su angustia,
como si el veneno que tiene
fuese mi culpa
y dejase en mis manos las responsabilidad de curarle.

Pero empieza a ser tarde
y nadie le echará en falta.

Y aunque me duela su agonía y sufrimiento,
aunque lo intente y nada funcione,
aunque la gente no logre ya siquiera verle
me duele infinitamente más
pensar
que la única caricia que ha recibido en toda su vida
fue

después de muerto.