martes, 20 de junio de 2017

04/01/2017

Voy a llorar.
Y esta sigue siendo la mejor manera que conozco para hacerlo:
escribir.
Apartaré a la poesía por esta vez, necesito pasar menos filtros al mensaje, ser más certero.
Quizás perseguido por esa extraña sensación gratificante de que haya alguien detrás de esta pantalla a quien se le remuevan las tripas y se emocione con lo que cuento. O tal vez, porque precisamente hoy necesito pegar un grito al aire, dejar salir algún fantasma, mirar para mis vísceras y abrir bien las puertas, soltar-en cierta manera- todo lo que pesa.
Las dudas y los miedos con los que a menudo nos fustigamos no menguan, desaparecen por un tiempo, se esconden, huyen, pero más tarde regresan como un ex novio arrepentido para pedirte perdón primero y cobrarte los errores mientras señala sobre las mismas heridas después.
El caso es que la vida, imparable, sigue su jodido curso y cuando me descubro lento y parado frente a ella me entra el vértigo, la ansiedad y los miedos. Supongo que no es nada nuevo, que tal vez vivir sea acostumbrarse a esa velocidad, aceptar que en cualquier momento nos pueden adelantar por la derecha y sin mirar.
Pero entenderlo, no evita el susto, no destensa el nudo de la garganta.
Porque es evidente que la vida no nos deja libres de golpes. 
Y no tendría que celebrar ninguno nuevo si pienso en todas las situaciones y personas que todavía me hacen sonreír y por las que sigue mereciendo la pena llorar. Sin embargo, en este teatro de luces y sombras, también es inevitable sentir de vez en cuando el plomo en el cuerpo, abrazarte a las lagrimas, buscar el exilio en cualquier lugar lejos de uno.

No sé muy bien cómo explicar esta indigestión de emociones, este trago insípido. 
Y me duele no encontrar las palabras a modo de andamiaje para hacerlo, pensar en ese dolor y quedarme pálido, yo, que estoy acostumbrado a convivir con las palabras, a alimentarme de ellas,
y ahora me reconozco incapaz de pronunciar esta herida, de gritar que me duele ver cómo se va la vida en los ojos de mi abuela, lo que echo en falta las manos de mi madre, o cómo me queman los errores que cometí con las personas que quise y nunca acepté.

Lo bueno es que sabemos, aunque,- como Benjamín- no nos lo creamos, que hasta el día más triste se termina a las doce.
Y mañana se nos concederán mil cuatrocientos cuarenta minutos para volver a cagarla. Mil cuatrocientos cuarenta minutos para recordar a los nuestros las cosas que a menudo olvidamos decir, para dar los abrazos que necesitemos dar, para sonreír sin miedo a sentirnos vulnerables y estrangular a los segundos con mucha más fuerza, arrinconarlos, ahogarles, mutilarles, amenazarles, y en el último segundo susurrarles:
-Ayer os escapasteis, pero hoy no.

Hijosdeputa.

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