martes, 20 de junio de 2017

28/09/2016

Empiezo a entender de qué va todo esto.
Todo, — la vida —no es más que un conjunto de escombros, retales y piedras que vamos echando sobre nuestros hombros y que, — para poder seguir avanzando —necesitamos moldear, esconder, adaptar, tragar, ignorar, aceptar… cada cual con su método. Pero que, al fin y al cabo, acaba reduciéndose a intentar conseguir que reluzca el barniz por encima de toda la mierda.
Mierda que muchas veces nos es dada, como una guerra, un despido o la muerte de un familiar. Y otras muchas, somos nosotros quienes nos encargamos de sembrarla y cuidarla, por miedo, quizás, a perder una parte de nosotros, como si tapando una herida se lograse olvidarla.
El caso es que así vamos, intentando caminar por encima de todos esos bultos sin concedernos la posibilidad de vivir plenamente, porque eso, señoras y señores, conlleva tiempo y esfuerzo, justamente las dos cosas de las que carecemos. Las dos cosas que más nos cuesta conseguir en el mercado de nuestra ordinaria, simple e irrepetible vida.
Déjenme que les diga que yo ya tuve la felicidad entre mis brazos, que la acuné y la cuidé hasta que acabé rompiéndola. Que yo ya amé hasta sentirme vulnerable, (que es la única forma de amar que conozco), y después inevitablemente lloré. Que no sé lo que es estar en el frente de batalla sin más certezas que las dudas de por qué inventamos guerras, pero sé muy bien a qué sabe el polvo de la derrota, la forma del dolor cuando unos ojos te dicen “Ya no. Todo se ha acabado”, sé lo de ahogarse en los vasos que no conseguí llenar, que también conozco el precio de apostar una vida y fallar, de perder lo imperdible, de llorar lo inalcanzable.
Que vi personas que quería dentro de ataúdes, y veo personas que quiero incapaces de recordar quién soy.

Que recogí lágrimas de la cara de mi madre y convertí en mía la angustia de un padre cuando no tenía clavos estables a los que aferrarse.

Que también sé lo del látigo de la culpa una y otra vez sobre la espalda, por cargas, que quizá no nos correspondan. 

Y sé los gritos que dan los silencios a las cinco de la mañana cuando sigues esperando que aparezcan las mismas cosas que te han quitado el sueño. Sé la sensación de rayar un tenedor contra el plato dentro del pecho por tener que decir adiós a quien querrías decir quédate. Es cierto, sé demasiado de despedidas, tal vez porque dejé marchar a las personas que más quise cuando escarbaron debajo de toda esta corteza y no encontraron nada más que ceniza y dudas. 

Y también sé de la soledad en compañía, del daño que hacen las palabras que no se dicen, de los nudos marineros encallados en la punta de la lengua, de los malabares económicos que supone la felicidad que nos concede la estabilidad. 

Sé lo de sentirse un boleto sin premio y que decidan no apostar por ti. Una y otra vez. 
De los armarios vacios y los pequeños suicidios de vivir solo entre cuatro paredes pintadas de nostalgia.
Sé lo del dolor de cuello por mirar demasiado para atrás, lo de las pastillas para dormir, lo de la tierra entre las uñas por tener que enterrar a personas y recuerdos.
Y sé que se llega a un punto en el que es entendible llegar a pensar que morir es el menor de los problemas.

Porque decir que todo va bien sería faltar a la verdad. 
Las cosas sólo van bien cuando te enamoras, y últimamente el destino no juega de mi parte.
Pero, por suerte, no solo hay días grises en el currículum, y recuerdo que también sé lo que es escuchar el llanto de un recién nacido calmarse entre los brazos de su madre, sé lo que es despertarse al lado de la persona que amas y no saber a quién cojones darle las gracias, que también sé del placer de correrse a la vez mirándose a los ojos, que yo también he paseado con la cabeza por encima de cualquier nube cuando agarraba las manos de las personas que quería.  Que también viví la ilusión de ver el futuro reflejado en los ojos de mujeres por las que hubiera dado mucho más de lo que ahora doy por mí.

Que sé disfrutar del silencio que supone tener el alma en paz. Sé de la tranquilidad que da seguir escuchando respirar a tu abuela. 

Sé lo de sentirse un héroe por convertir el llanto en risa, lo de la euforia de querer gritar a los cuatro vientos que amas, lo de llegar a casa aún con el brillo en los ojos y la sonrisa de tonto. 

Que a mí, alguna vez, también me otorgaron un trozo de corazón a sabiendas de lo torpe y manazas que soy y de lo incierto del destino. 

Que sé lo que supone pensar y saber que no queda un solo poro de tu cuerpo que no esté cubierto de amor, y la plenitud de no esconderlo, de izar la bandera lo más alto posible para que todo el mundo sepa que eres feliz, que alguien te hace feliz. 

Y sé las ganas de bailar cuando el volumen de los problemas baja, las tres millones cuatrocientos cincuenta y seis maneras de decir te quiero que existen, y la seguridad de estar en casa cuando te lo dicen una sola vez, y te lo crees.
Que también he visto abuelos dándose amor, niños jugando en los parques. Y me sé de memoria las vistas desde arriba, desde cualquier beso bien dado, desde cualquier mirada cómplice, desde cualquier sonrisa pura.
Que he visto correr al miedo, sin dejar siquiera un reguero de dudas, cuando dos personas se amaban.
Y por supuesto que sé el valor y el precio de disparar tu última bala a una incertidumbre y ser feliz, que sé lo que se arriesga al querer a los demás muy por encima de todas tus propias piedras. Y lo hago.

Y tal vez por eso, muchas veces, las piedras parezcan enormes rocas. 

Pero aun no conozco otra manera de vivir. 

Yo cargo con esta mochila de ladrillos, como muchos. Y a falta de nadie que consiga reconstruir una casa con ellos, tan sólo espero que reír no cueste tanto y llorar tan poco. 

Y que no olvidemos nunca  que todos esos escombros, retales o piedras, solamente son pedazos de vida que algún día alguien sabrá volver a pegar.

Aunque inevitablemente después,        
se nos vuelvan a caer.

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