miércoles, 28 de junio de 2017

TODAVÍA

Me toca de cerca tu ausencia cuando me sorprenden pieles extrañas prometiendo vicios, 
y no me niego ante el ansiado privilegio de bajar unas bragas
por la absurda razón de demostrarme que puedo hacerlo
y la triste certeza de saber que ya no te importa que lo haga. 

Luego, busco consuelo en intentar creer que una colección de cuerpos difuminados
conseguirá borrar tus arañazos de mi espalda,
y soy feliz en cada segundo que lo consigo sin intentarlo.

Porque quién sabe si entre tanto tráfico desorientado,
tantas noches de ausencias y vicios,
un día despierto y es tu cuerpo desnudo el que acaricio
sin tener que imaginarlo.

Y vuelve a esta ciudad gris el olor a verano,
y a mi vida la razón para no echarte de menos,
y a mis manos un motivo para volver a creer en dios,

y a tu olvido, un recuerdo que te diga:

Aquí estoy, no estoy muerto.



Todavía. 

lunes, 26 de junio de 2017

LLORÉ

Lloré.
Y no fue por un diploma, un título, ni unos créditos, tampoco por una orla que acabará mal colgada en una habitación vacía, ni por el reconocimiento académico, ni siquiera por creerme ser lo que un papel dice que soy.
Fue, porque cuando tenía catorce años pasaba más tiempo fuera de clase que dentro.
Porque a los dieciséis nadie me dijo; «puedes hacerlo». De hecho, no se cansaron de repetirme que nunca podría.
Es, porque el día que llegué a casa habiendo aprobado únicamente educación física la decepción se hacía eco por todas las paredes, igual que cuando sonaba el teléfono señalando directamente a mi.
Fue, porque siempre me dijeron que en mi futuro no habría cabida para los estudios.
Porque, una vez, le dije a mi madre que quería ir a la Universidad porque era donde iban las chicas guapas, y ella también pensó que me quedaba demasiado lejos. Ambas cosas.
Y porque muchos años y derrotas después, desatendí todas las advertencias y conseguí sentarme en un pupitre con tanta incertidumbre como miedo para demostrar que sin saber muy bien cómo ni de qué manera: podía.
Lloré, porque mi abuela no pudo verlo.
Porque, una vez en la Universidad, cada asignatura aprobada se celebraba con una mezcla de incredulidad y emoción que servía para darme un empujón más.
Porque, aún con todas las razones que les di para ello, mis padres nunca dejaron de confiar en mi.
Porque he sentido propio el dolor de mi padre partiéndose la espalda para que yo pudiera hacerlo, y no le he fallado.
Porque si mi abuelo me hubiera visto subir al estrado a recoger el título se le hubieran llenado los ojos de orgullo.
Lloré, porque nunca olvidé que vengo de una familia donde los logros se consiguieron peleando, y me gusta pensar que sigo esas huellas.
Lloré porque, inocentemente, me acordé de las personas que no pudieron tener las mismas oportunidades que yo y perdí por el camino.
Porque cuando vi a cientos de personas aplaudirnos desde el palco me hubiese gustado sacar un espejo para que vieran que ellos eran los únicos culpables y responsables de que nosotros pudiésemos estar allí arriba.
Porque, definitivamente, fui incapaz de expresar de otra manera la sensación de saber todo lo que había detrás de la mirada de mi madre y de las lágrimas de mi padre.
Y, porque, por momentos como esos
vale la pena demostrarnos
que somos capaces,
aunque se empeñen en repetirnos
que no.




martes, 20 de junio de 2017

28/09/2016

Empiezo a entender de qué va todo esto.
Todo, — la vida —no es más que un conjunto de escombros, retales y piedras que vamos echando sobre nuestros hombros y que, — para poder seguir avanzando —necesitamos moldear, esconder, adaptar, tragar, ignorar, aceptar… cada cual con su método. Pero que, al fin y al cabo, acaba reduciéndose a intentar conseguir que reluzca el barniz por encima de toda la mierda.
Mierda que muchas veces nos es dada, como una guerra, un despido o la muerte de un familiar. Y otras muchas, somos nosotros quienes nos encargamos de sembrarla y cuidarla, por miedo, quizás, a perder una parte de nosotros, como si tapando una herida se lograse olvidarla.
El caso es que así vamos, intentando caminar por encima de todos esos bultos sin concedernos la posibilidad de vivir plenamente, porque eso, señoras y señores, conlleva tiempo y esfuerzo, justamente las dos cosas de las que carecemos. Las dos cosas que más nos cuesta conseguir en el mercado de nuestra ordinaria, simple e irrepetible vida.
Déjenme que les diga que yo ya tuve la felicidad entre mis brazos, que la acuné y la cuidé hasta que acabé rompiéndola. Que yo ya amé hasta sentirme vulnerable, (que es la única forma de amar que conozco), y después inevitablemente lloré. Que no sé lo que es estar en el frente de batalla sin más certezas que las dudas de por qué inventamos guerras, pero sé muy bien a qué sabe el polvo de la derrota, la forma del dolor cuando unos ojos te dicen “Ya no. Todo se ha acabado”, sé lo de ahogarse en los vasos que no conseguí llenar, que también conozco el precio de apostar una vida y fallar, de perder lo imperdible, de llorar lo inalcanzable.
Que vi personas que quería dentro de ataúdes, y veo personas que quiero incapaces de recordar quién soy.

Que recogí lágrimas de la cara de mi madre y convertí en mía la angustia de un padre cuando no tenía clavos estables a los que aferrarse.

Que también sé lo del látigo de la culpa una y otra vez sobre la espalda, por cargas, que quizá no nos correspondan. 

Y sé los gritos que dan los silencios a las cinco de la mañana cuando sigues esperando que aparezcan las mismas cosas que te han quitado el sueño. Sé la sensación de rayar un tenedor contra el plato dentro del pecho por tener que decir adiós a quien querrías decir quédate. Es cierto, sé demasiado de despedidas, tal vez porque dejé marchar a las personas que más quise cuando escarbaron debajo de toda esta corteza y no encontraron nada más que ceniza y dudas. 

Y también sé de la soledad en compañía, del daño que hacen las palabras que no se dicen, de los nudos marineros encallados en la punta de la lengua, de los malabares económicos que supone la felicidad que nos concede la estabilidad. 

Sé lo de sentirse un boleto sin premio y que decidan no apostar por ti. Una y otra vez. 
De los armarios vacios y los pequeños suicidios de vivir solo entre cuatro paredes pintadas de nostalgia.
Sé lo del dolor de cuello por mirar demasiado para atrás, lo de las pastillas para dormir, lo de la tierra entre las uñas por tener que enterrar a personas y recuerdos.
Y sé que se llega a un punto en el que es entendible llegar a pensar que morir es el menor de los problemas.

Porque decir que todo va bien sería faltar a la verdad. 
Las cosas sólo van bien cuando te enamoras, y últimamente el destino no juega de mi parte.
Pero, por suerte, no solo hay días grises en el currículum, y recuerdo que también sé lo que es escuchar el llanto de un recién nacido calmarse entre los brazos de su madre, sé lo que es despertarse al lado de la persona que amas y no saber a quién cojones darle las gracias, que también sé del placer de correrse a la vez mirándose a los ojos, que yo también he paseado con la cabeza por encima de cualquier nube cuando agarraba las manos de las personas que quería.  Que también viví la ilusión de ver el futuro reflejado en los ojos de mujeres por las que hubiera dado mucho más de lo que ahora doy por mí.

Que sé disfrutar del silencio que supone tener el alma en paz. Sé de la tranquilidad que da seguir escuchando respirar a tu abuela. 

Sé lo de sentirse un héroe por convertir el llanto en risa, lo de la euforia de querer gritar a los cuatro vientos que amas, lo de llegar a casa aún con el brillo en los ojos y la sonrisa de tonto. 

Que a mí, alguna vez, también me otorgaron un trozo de corazón a sabiendas de lo torpe y manazas que soy y de lo incierto del destino. 

Que sé lo que supone pensar y saber que no queda un solo poro de tu cuerpo que no esté cubierto de amor, y la plenitud de no esconderlo, de izar la bandera lo más alto posible para que todo el mundo sepa que eres feliz, que alguien te hace feliz. 

Y sé las ganas de bailar cuando el volumen de los problemas baja, las tres millones cuatrocientos cincuenta y seis maneras de decir te quiero que existen, y la seguridad de estar en casa cuando te lo dicen una sola vez, y te lo crees.
Que también he visto abuelos dándose amor, niños jugando en los parques. Y me sé de memoria las vistas desde arriba, desde cualquier beso bien dado, desde cualquier mirada cómplice, desde cualquier sonrisa pura.
Que he visto correr al miedo, sin dejar siquiera un reguero de dudas, cuando dos personas se amaban.
Y por supuesto que sé el valor y el precio de disparar tu última bala a una incertidumbre y ser feliz, que sé lo que se arriesga al querer a los demás muy por encima de todas tus propias piedras. Y lo hago.

Y tal vez por eso, muchas veces, las piedras parezcan enormes rocas. 

Pero aun no conozco otra manera de vivir. 

Yo cargo con esta mochila de ladrillos, como muchos. Y a falta de nadie que consiga reconstruir una casa con ellos, tan sólo espero que reír no cueste tanto y llorar tan poco. 

Y que no olvidemos nunca  que todos esos escombros, retales o piedras, solamente son pedazos de vida que algún día alguien sabrá volver a pegar.

Aunque inevitablemente después,        
se nos vuelvan a caer.

04/01/2017

Voy a llorar.
Y esta sigue siendo la mejor manera que conozco para hacerlo:
escribir.
Apartaré a la poesía por esta vez, necesito pasar menos filtros al mensaje, ser más certero.
Quizás perseguido por esa extraña sensación gratificante de que haya alguien detrás de esta pantalla a quien se le remuevan las tripas y se emocione con lo que cuento. O tal vez, porque precisamente hoy necesito pegar un grito al aire, dejar salir algún fantasma, mirar para mis vísceras y abrir bien las puertas, soltar-en cierta manera- todo lo que pesa.
Las dudas y los miedos con los que a menudo nos fustigamos no menguan, desaparecen por un tiempo, se esconden, huyen, pero más tarde regresan como un ex novio arrepentido para pedirte perdón primero y cobrarte los errores mientras señala sobre las mismas heridas después.
El caso es que la vida, imparable, sigue su jodido curso y cuando me descubro lento y parado frente a ella me entra el vértigo, la ansiedad y los miedos. Supongo que no es nada nuevo, que tal vez vivir sea acostumbrarse a esa velocidad, aceptar que en cualquier momento nos pueden adelantar por la derecha y sin mirar.
Pero entenderlo, no evita el susto, no destensa el nudo de la garganta.
Porque es evidente que la vida no nos deja libres de golpes. 
Y no tendría que celebrar ninguno nuevo si pienso en todas las situaciones y personas que todavía me hacen sonreír y por las que sigue mereciendo la pena llorar. Sin embargo, en este teatro de luces y sombras, también es inevitable sentir de vez en cuando el plomo en el cuerpo, abrazarte a las lagrimas, buscar el exilio en cualquier lugar lejos de uno.

No sé muy bien cómo explicar esta indigestión de emociones, este trago insípido. 
Y me duele no encontrar las palabras a modo de andamiaje para hacerlo, pensar en ese dolor y quedarme pálido, yo, que estoy acostumbrado a convivir con las palabras, a alimentarme de ellas,
y ahora me reconozco incapaz de pronunciar esta herida, de gritar que me duele ver cómo se va la vida en los ojos de mi abuela, lo que echo en falta las manos de mi madre, o cómo me queman los errores que cometí con las personas que quise y nunca acepté.

Lo bueno es que sabemos, aunque,- como Benjamín- no nos lo creamos, que hasta el día más triste se termina a las doce.
Y mañana se nos concederán mil cuatrocientos cuarenta minutos para volver a cagarla. Mil cuatrocientos cuarenta minutos para recordar a los nuestros las cosas que a menudo olvidamos decir, para dar los abrazos que necesitemos dar, para sonreír sin miedo a sentirnos vulnerables y estrangular a los segundos con mucha más fuerza, arrinconarlos, ahogarles, mutilarles, amenazarles, y en el último segundo susurrarles:
-Ayer os escapasteis, pero hoy no.

Hijosdeputa.

miércoles, 7 de junio de 2017

INMORTAL

Cuando vuelvo a casa una de las primeras cosas que hago es ir a ver a mi abuela. Abro la puerta, le cojo la mano y me agazapo a su lado. Ella parece alegrarse porque yo esté allí, pero pronto recuerdo que hace más de un año que es incapaz de reconocer mi voz, además, no creo que apenas alcance a ver, siquiera, las cuatro paredes descorchadas de la habitación en la que pasa la mayor parte del tiempo. Yo suelo preguntarle si ya ha comido, a lo que ella suele contestarme que sí y, a veces, incluso se permite el lujo de decirme que comió tortilla de patatas, o alubias, o jamón, supongo que en un intento de imaginar su sabor en cada cucharada de puré manchado con medicamentos que ingiere cada día. Hay días en los que tiene frío y le duelen los pies y se queja hasta del roce de las sabanas sobre su cuerpo. Cuando trato de levantar las mantas para que la piel oxigene y no le duela tanto me doy cuenta de que incluso la sábana más fina doblaría el peso de su propio cuerpo, y me acojono. Y como si ella notase mi angustia trata de calmarme y me pregunta que dónde he dejado al niño, que si está solo, y yo le digo que no, que está en casa merendando y pronto llegará, aunque no tenga ni idea de a qué niño en concreto se refiere.
A veces las piernas se me cansan y me incorporo de pie a su lado, ella parece intuir que me alzo y algunas veces exclama: ¡así, así, alto, guapo y firme! y me gusta pensar que realmente puede verme a través de mi borrosa silueta y se enorgullece de mí. Después, se cansa, vuelve a divagar, a mezclar algunos recuerdos y se inquieta porque quiere salir de ahí y no puede. Cuando le pregunto que a dónde quiere ir me contesta que al mar, yo le digo que mañana la llevaré a Suances y ella, con pena y añoranza, me dice que solo conoce el Sardinero, como si de alguna forma supiera que el mañana del que le hablo no va a llegar nunca y tenga que conformarse con imaginarlo el medio minuto que es capaz de retener mi anterior frase.
Se preocupa porque no esté solo, le aterra que me caiga porque sabe que ella ya no puede recogerme, y me dice que llame a alguien para que me acompañe a casa, que aun hay muchos hoyos en el camino que une su casa de la mía, y el cual asfaltaron perfectamente hace más de cincuenta años. Los ojos suelen llorarle a menudo, supongo que muchas veces tratando de destilar la tristeza y otras por el cansancio, a veces también le escuecen, y cuando se rasca y le pregunto que por qué le pican me dice que es por el jabón con el que estuvo limpiado la ropa en el lavadero por la tarde, y después de una vida al servicio de los demás yo me pregunto si no es hora de que descanse aunque sea dentro de su propia cabeza y ceda, al menos por una vez, los cuidados a los demás, siendo ella la que se deje cuidar esta vez. Pero no lo logra, y aunque no sea capaz siquiera de levantarse de la cama por voluntad propia, ella cree que siempre ha dejado algo por hacer; tender la ropa, sacar las patatas, la comida de su padre… No alcanza a entender que hace bastante tiempo que esa vida se perdió y ahora sólo tiene que rendirse cuentas a ella misma y descansar.
A veces, se pone nerviosa y llama a gritos a su padre, a quien yo nunca llegué a conocer, y le digo que está trabajando, que no se preocupe, pero ella no cesa y, al rato, tras comprobar que no es cierto, también reclama a Lita o a Conchita, porque vienen a robarla y está sola, y lo hace hasta quedarse apenas sin fuerza ni voz. Yo no sé cómo calmarla y me angustia imaginar el miedo que debe estar sintiendo al ver que ninguna de las personas a las que llama puede presentarse para tranquilizarla, y solamente cuando se le agotan las fuerzas, lo cual puede durar horas, cae rendida y se duerme, pero no en un sueño tranquilo y placido, sino en un descanso obligado porque ya no le cabe más angustia y tristeza en el cuerpo.
Muchas veces me detengo a contemplarla detenidamente y veo en sus ojos desgastados la preocupación y el cansancio de no encontrarse a sí misma, pienso en todas las caricias que han podido dar esas manos en otras épocas, cuando envejecer aún era una utopía, y el contraste de su piel con la mía me asusta. Así que trato de convertir en aprendizaje cada pensamiento envenenado de tristeza y realidad. Me repito a mí mismo, sin creérmelo demasiado, que esto también forma parte de la vida, aunque no deje de dudar si realmente a esta condena alargada y silenciosa donde ella no tiene el control de nada, realmente puede llamarse vida. Después le doy un beso y ella arruga el morro y trata de devolvérmelo y, con eso, me conformo. Sin embargo cuando peor lo paso no es cuando compruebo lo jodidamente bonita y cruel que es a veces la vida, es cuando me toca despedirme y mis dedos, que siguen envueltos en su frágil mano, tratan de soltarse, y cuanto más lo intentan, ella, más fuerte los aprieta. De hecho, y aunque me duela decirlo en voz alta, algunas veces, evito cogerle la mano precisamente por no tener que soltarla después. Supongo que ella sólo trata de alargar un rato más la compañía, pero cuando siente que la huída es seria y adivina que volverá a quedarse sola, llora, y lo entiendo, porque nadie quiere estar solo cuando tiene miedo. Pero yo no sé cómo irme sin hacer daño, así que trato de hacerlo rápido y sin pensar demasiado, aunque conmigo me lleve la sombra de no saber si será mi última despedida y la tristeza hecha verdad de dejarlo todo al azar y al tiempo.
Sé que es imposible desanudar los daños, y cuáles son las reglas de este juego, pero tampoco es agradable ver sus abrasados pies caminando poco a poco hacia la tumba, eso es evidente. Y, a pesar de esto, me gusta suponer que entre tanta confusión y ruido ella alguna vez sabe quién soy y se alegra de tenerme ahí. Que incluso, ahora, que no es capaz de juntar una frase que tenga sentido con la siguiente, ni de mantenerse en pie, ni siquiera de comer por ella misma, sigue haciéndome aprender. Porque me obliga a recordarla que la quiero y a pensar en que el momento de decirlo y demostrarlo es ahora, porque mañana siempre será tarde, me convence de que es importante tener cerca a las personas que quieres, porque lo de existir es un cuento que se acaba demasiado pronto y demasiado mal, y, en esencia, me enseña a vivir, en cada despedida.
Aunque me gusta imaginar que no hay adiós que le valga,
porque ella es inmortal, al menos, hasta que se demuestre lo contrario.