Sin nada que asumir tras la pérdida más que la propia pérdida.
Acepto, como un castigo merecido, cada estúpida lágrima
y cada estúpido paso
con los que me fui alejando, seguro
de que habría un lugar mejor
mas claro y puro. Un sitio
donde respirar no fuese un acto de fe como hasta entonces
y largas praderas verdes se extendían ante nosotros, llenas
de perros y flores
como las que nunca me atreví a regalarte.
Qué simple parece todo cuando ya ha pasado
y tres cervezas de más no harán que lo olvides. Qué rápido
el consuelo de los desconsolados. La rabia sorda
de quien ya no quiere oír sus propias mentiras.
Pero aun queda, en la periferia del dolor, cosas que entender
aunque evite asumirlas. Palabras por decir
para poner en el lugar adecuado la memoria del amor.
Debo recordar, entonces, qué mutiló la pálida esperanza que nos envolvía,
aunque suponga aceptar
que ambos fuimos alfareros de un dolor que no evité. Saber,
sin compadecimiento ni pena, sin renuncia
ni rabieta
contra lo inevitable,
que todo ha terminado.
Así funciona esto. Perdernos
también era posible
entre tantos sueños.
Y ahora, que no estás y yo me he ido.
No queda más que asumir que tras la perdida tan sólo queda
este pánico insalvable
este desconsolado llanto
que nace al entender
que tras la pérdida
no hay nada.