Todas las noches, justo antes de dormir,
miro el reloj de oro y plata que siempre presumías en tu muñeca.
Un reloj buenísimo, decías.
Marca Omega
esfera blanca, sin iniciales.
Lo miro ya huérfano de tu mano, inútil
sin elogios.
Y cada vez que leo a Lóriga
o al bueno de Kundera
él espera, tranquilo sobre la mesita,
retórico
invencible.
Y me devuelve la mirada
con su tacto imperdonable
recordándome la victoria del tiempo frente a la piel
dejándome
los ojos clavados en el monótono bailar de sus agujas
obligándome a asumir
el estúpido desgarro
de ver como la vida avanza
mientras él -mi abuelo-
su amo
ya no.
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