Cuando vuelvo a casa una de las primeras cosas que hago es ir a ver a mi abuela. Abro la puerta, le cojo la mano y me agazapo a su lado. Ella parece alegrarse porque yo esté allí, pero pronto recuerdo que hace más de un año que es incapaz de reconocer mi voz, además, no creo que apenas alcance a ver, siquiera, las cuatro paredes descorchadas de la habitación en la que pasa la mayor parte del tiempo. Yo suelo preguntarle si ya ha comido, a lo que ella suele contestarme que sí y, a veces, incluso se permite el lujo de decirme que comió tortilla de patatas, o alubias, o jamón, supongo que en un intento de imaginar su sabor en cada cucharada de puré manchado con medicamentos que ingiere cada día. Hay días en los que tiene frío y le duelen los pies y se queja hasta del roce de las sabanas sobre su cuerpo. Cuando trato de levantar las mantas para que la piel oxigene y no le duela tanto me doy cuenta de que incluso la sábana más fina doblaría el peso de su propio cuerpo, y me acojono. Y como si ella notase mi angustia trata de calmarme y me pregunta que dónde he dejado al niño, que si está solo, y yo le digo que no, que está en casa merendando y pronto llegará, aunque no tenga ni idea de a qué niño en concreto se refiere.
A veces las piernas se me cansan y me incorporo de pie a su lado, ella parece intuir que me alzo y algunas veces exclama: ¡así, así, alto, guapo y firme! y me gusta pensar que realmente puede verme a través de mi borrosa silueta y se enorgullece de mí. Después, se cansa, vuelve a divagar, a mezclar algunos recuerdos y se inquieta porque quiere salir de ahí y no puede. Cuando le pregunto que a dónde quiere ir me contesta que al mar, yo le digo que mañana la llevaré a Suances y ella, con pena y añoranza, me dice que solo conoce el Sardinero, como si de alguna forma supiera que el mañana del que le hablo no va a llegar nunca y tenga que conformarse con imaginarlo el medio minuto que es capaz de retener mi anterior frase.
Se preocupa porque no esté solo, le aterra que me caiga porque sabe que ella ya no puede recogerme, y me dice que llame a alguien para que me acompañe a casa, que aun hay muchos hoyos en el camino que une su casa de la mía, y el cual asfaltaron perfectamente hace más de cincuenta años. Los ojos suelen llorarle a menudo, supongo que muchas veces tratando de destilar la tristeza y otras por el cansancio, a veces también le escuecen, y cuando se rasca y le pregunto que por qué le pican me dice que es por el jabón con el que estuvo limpiado la ropa en el lavadero por la tarde, y después de una vida al servicio de los demás yo me pregunto si no es hora de que descanse aunque sea dentro de su propia cabeza y ceda, al menos por una vez, los cuidados a los demás, siendo ella la que se deje cuidar esta vez. Pero no lo logra, y aunque no sea capaz siquiera de levantarse de la cama por voluntad propia, ella cree que siempre ha dejado algo por hacer; tender la ropa, sacar las patatas, la comida de su padre… No alcanza a entender que hace bastante tiempo que esa vida se perdió y ahora sólo tiene que rendirse cuentas a ella misma y descansar.
A veces, se pone nerviosa y llama a gritos a su padre, a quien yo nunca llegué a conocer, y le digo que está trabajando, que no se preocupe, pero ella no cesa y, al rato, tras comprobar que no es cierto, también reclama a Lita o a Conchita, porque vienen a robarla y está sola, y lo hace hasta quedarse apenas sin fuerza ni voz. Yo no sé cómo calmarla y me angustia imaginar el miedo que debe estar sintiendo al ver que ninguna de las personas a las que llama puede presentarse para tranquilizarla, y solamente cuando se le agotan las fuerzas, lo cual puede durar horas, cae rendida y se duerme, pero no en un sueño tranquilo y placido, sino en un descanso obligado porque ya no le cabe más angustia y tristeza en el cuerpo.
Muchas veces me detengo a contemplarla detenidamente y veo en sus ojos desgastados la preocupación y el cansancio de no encontrarse a sí misma, pienso en todas las caricias que han podido dar esas manos en otras épocas, cuando envejecer aún era una utopía, y el contraste de su piel con la mía me asusta. Así que trato de convertir en aprendizaje cada pensamiento envenenado de tristeza y realidad. Me repito a mí mismo, sin creérmelo demasiado, que esto también forma parte de la vida, aunque no deje de dudar si realmente a esta condena alargada y silenciosa donde ella no tiene el control de nada, realmente puede llamarse vida. Después le doy un beso y ella arruga el morro y trata de devolvérmelo y, con eso, me conformo. Sin embargo cuando peor lo paso no es cuando compruebo lo jodidamente bonita y cruel que es a veces la vida, es cuando me toca despedirme y mis dedos, que siguen envueltos en su frágil mano, tratan de soltarse, y cuanto más lo intentan, ella, más fuerte los aprieta. De hecho, y aunque me duela decirlo en voz alta, algunas veces, evito cogerle la mano precisamente por no tener que soltarla después. Supongo que ella sólo trata de alargar un rato más la compañía, pero cuando siente que la huída es seria y adivina que volverá a quedarse sola, llora, y lo entiendo, porque nadie quiere estar solo cuando tiene miedo. Pero yo no sé cómo irme sin hacer daño, así que trato de hacerlo rápido y sin pensar demasiado, aunque conmigo me lleve la sombra de no saber si será mi última despedida y la tristeza hecha verdad de dejarlo todo al azar y al tiempo.
Sé que es imposible desanudar los daños, y cuáles son las reglas de este juego, pero tampoco es agradable ver sus abrasados pies caminando poco a poco hacia la tumba, eso es evidente. Y, a pesar de esto, me gusta suponer que entre tanta confusión y ruido ella alguna vez sabe quién soy y se alegra de tenerme ahí. Que incluso, ahora, que no es capaz de juntar una frase que tenga sentido con la siguiente, ni de mantenerse en pie, ni siquiera de comer por ella misma, sigue haciéndome aprender. Porque me obliga a recordarla que la quiero y a pensar en que el momento de decirlo y demostrarlo es ahora, porque mañana siempre será tarde, me convence de que es importante tener cerca a las personas que quieres, porque lo de existir es un cuento que se acaba demasiado pronto y demasiado mal, y, en esencia, me enseña a vivir, en cada despedida.
Aunque me gusta imaginar que no hay adiós que le valga,
porque ella es inmortal, al menos, hasta que se demuestre lo contrario.
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