Voy a llorar.
Y esta sigue siendo la mejor manera que conozco para hacerlo:
escribir.
Apartaré a la poesía por esta vez, necesito pasar menos filtros
al mensaje, ser más certero.
Quizás perseguido por esa extraña sensación gratificante de que
haya alguien detrás de esta pantalla a quien se le remuevan las tripas y se
emocione con lo que cuento. O tal vez, porque precisamente hoy necesito pegar
un grito al aire, dejar salir algún fantasma, mirar para mis vísceras y abrir
bien las puertas, soltar-en cierta manera- todo lo que pesa.
Las dudas y los miedos con los que a menudo nos fustigamos no
menguan, desaparecen por un tiempo, se esconden, huyen, pero más tarde regresan
como un ex novio arrepentido para pedirte perdón primero y cobrarte los errores
mientras señala sobre las mismas heridas después.
El caso es que la vida, imparable, sigue su jodido curso y
cuando me descubro lento y parado frente a ella me entra el vértigo, la
ansiedad y los miedos. Supongo que no es nada nuevo, que tal vez vivir sea
acostumbrarse a esa velocidad, aceptar que en cualquier momento nos pueden
adelantar por la derecha y sin mirar.
Pero entenderlo, no evita el susto, no destensa el nudo de la
garganta.
Porque es evidente que la vida no nos deja libres de golpes.
Y no tendría que celebrar ninguno nuevo si pienso en todas las situaciones y
personas que todavía me hacen sonreír y por las que sigue mereciendo la pena
llorar. Sin embargo, en este teatro de luces y sombras, también es inevitable
sentir de vez en cuando el plomo en el cuerpo, abrazarte a las lagrimas, buscar
el exilio en cualquier lugar lejos de uno.
No sé muy bien cómo explicar esta indigestión de emociones, este
trago insípido.
Y me duele no encontrar las palabras a modo de andamiaje para hacerlo, pensar
en ese dolor y quedarme pálido, yo, que estoy acostumbrado a convivir con las
palabras, a alimentarme de ellas,
y ahora me reconozco incapaz de pronunciar esta herida, de gritar que me duele
ver cómo se va la vida en los ojos de mi abuela, lo que echo en falta las manos
de mi madre, o cómo me queman los errores que cometí con las personas que quise
y nunca acepté.
Lo bueno es que sabemos, aunque,- como Benjamín- no nos lo
creamos, que hasta el día más triste se termina a las doce.
Y mañana se nos concederán mil cuatrocientos cuarenta minutos
para volver a cagarla. Mil cuatrocientos cuarenta minutos para recordar a los
nuestros las cosas que a menudo olvidamos decir, para dar los abrazos que
necesitemos dar, para sonreír sin miedo a sentirnos vulnerables y estrangular a
los segundos con mucha más fuerza, arrinconarlos, ahogarles, mutilarles,
amenazarles, y en el último segundo susurrarles:
-Ayer os escapasteis, pero hoy no.
Hijosdeputa.
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