Olvidar
es el consuelo de los rendidos.
Y no sé cómo decirte que aun cabes en algunas noches inesperadas
donde apareces
como en mitad de una fiesta a la que nadie te invitó
y me ofreces un trago
y te acercas por detrás, pasando de largo,
para volver a dejarlo todo como después de la batalla, sin ni
siquiera despeinarte.
Y no sé si es una lluvia de cristales
o un baño de espuma
lo que dejamos pendiente,
pero hueles tan bien como gardenias en los balcones
y arrojas esa luz
cálida y confortable
a bocajarro
contra mis miedos.
¿Sabes? Tengo una vida maravillosa,
pero hay veces en que me ciega el odio de no entenderme
y soy incapaz de andar más allá de la alambrada que me construyo
sorteando las minas que yo mismo he sembrado,
y todo se emborrona
y no hay renglón ni línea que me consuele
ni distraiga a esta ansiedad tan centrada en destruirme
y acerque a mi orilla
un gramo de esperanza.
Y ni con esas me rindo.
Abro otra botella
subo la música
y amago otra zancada con seguridad
hacia quien sabe donde
siguiendo a los pájaros que anidan mi cabeza.
Aún me quedan muchas batallas por librar
nuevas perchas donde colgar mis fracasos
viejos recuerdos para ir
tirando.
Me resigno a no escribir detrás de los puntos finales,
a condenar al polvo nuestros errores,
y acojo con felicidad cada goteo de sombras que me envenenan
para volcarlo en la cerveza que me ofreciste.
Olvidar
es el consuelo de los rendidos
y el odio
su última bala.
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