Tu recuerdo tan lleno de sitios comunes que resulta imposible
sortear la fragilidad del vacío que dejas. Te veo
sentado en El cristuco, paciente
y cansado
de arrastrar unos pies que ya no pueden
pero pudieron.
Estás aquí, sacando la lengua
tras cada fotografía
exclamando en silencio
que tienes miedo a morir.
Aprietas contra tu pecho mi mano y me miras
con orgullo y nostalgia,
-como miran los exiliados a través del cristal-
justo antes de olvidarme y confundir mi cara con una sombra
capaz de arrebatarte el pulso.
Te duele. Y arqueas la espala
fatigado de luchar contra lo invencible. Lleno
de un tumor al borde
de asfixiarte.
Intento domar el dolor, ser el hombre
que hubieras querido que fuera, aguantar
las ganas de llorar
cuando te veo correr en dirección contraria a la muerte y me pides ayuda
como si yo,
iluso,
pudiera salvarte.
Cargo
la jeringuilla con el miedo a equivocarme
con el temblor inexperto de quien no sabe
si el coste de callar el dolor
merece la pena.
Y duermes
cada vez más, sueñas asustado
con el hermano que se mató y cuervos
sobre la pared del cuarto.
Me agarro
a tu mano
como al último clavo ardiendo.
Incapaz de asumir
que aun estás aquí.
Aunque ya no.
Aunque ya nunca.